El “Primer Cronista de la Ciudad” Don Eugenio Verastegui, expuso sobre el devenir histórico de los rioverdenses. Los documentos que vio y de donde se basó al parecer ya no existen, muchos estaban en su poder, por mala suerte su archivo, post mortem, se dañó gravemente. Quizás la misma suerte corrió el documento inédito original, documento único porque en aquel tiempo, en el lugar, las reproducciones por fotocopiadora aún no estaban comercializadas. Toma de Rioverde en excepcionales circunstancias. C orría el mes de junio de 1853, una mañana de cierto día apareció, procedente de San Luis por el camino del “Hiladero” una partida de desarrapados soldados. Jefe de ellos era el coronel Armenta quien se había visto obligado a abandonar la capital del Estado por contar con una reducida fuerza, huyendo con rumbo a Rioverde. Armenta era liberal de hueso colorado y también un individuo decidido y con suerte… algunas veces. No faltó alguien que diera parte de la presencia de Armenta en el Plan de Atotonilco, al coronel Juan B. Flores, dueño del rancho del Ojo de Agua de San Juan, quien ni tardo ni perezoso, reunió sus soldados y cayó sobre Armenta, matándoles algunos de sus hombre y poniéndolos en completa dispersión. En la imposibilidad de perseguirlos, Flores optó por dejarlos en paz. Y sucedió algo increíble: Armenta, con solo once soldados armados de fusiles y trece con lanzas y machetes, siguió rumbo a Rioverde faldeando la sierra, y poniendo en ejecución el sistema de leva, arreó cuanto individuo encontró en las labores y con esa “fuerza”, armada únicamente de machetes, se adueñó de la hacienda del Jabalí. Se supo en Rioverde que el mencionado Armenta se encontraba en dicho lugar con mucha tropa y como no había guarnición todos los vecinos del pueblo, que se encontraban armados tomaron las providencias necesarias para resistir el ataque inminente. Tomaron como de costumbre, el único reducto en que podrían resistir, es decir, la iglesia y allí esperaron el desarrollo de los acontecimientos. Era ya la tarde cuando el vigía que estaba en la linternilla de la torre bajó azarado, y dijo que del rumbo del Jabalí se veía una larga polvareda, lo que indicaba que el enemigo era muy numeroso. Como no había más alternativa, los defensores del pueblo, que poseían un magnifico armamento optaron por esperar al enemigo. Como a las diez de una noche oscura como boca de lobo, llegó Armenta con su gente, ocupó la plaza principal que en aquella época era solamente un revolcadero de burros, las calles transversales y demás puntos que le parecieron apropiados y diseminados en ellos, los pocos soldados armados de fusiles, que tenían la consigna de disparar un tiro de vez en cuando para que los sitiados se dieran cuenta que tenían todos sus frentes cubiertos. Y aquí llegó lo que podría aparecer un cuento. Platón Verástegui que venía de la hacienda de Santa Teresa e ignoraba lo que sucedía, cayó en la boca del lobo, de lo que se dio cuenta cuando fue rodeado por un grupo de individuos que lo hicieron desmontar y en seguida lo llevaron a presencia del Jefe, ante el cual tuvo que identificarse. Sabiendo Armenta que entre los defensores de la iglesia se encontraban varios parientes de Platón, dijo a éste: ¿Cuántos hombres cree usted amigo, que tengo? Platón, que en la oscuridad le pareció mucha gente contestó que serían unos tres mil. No –contestó Armenta- nada más dos mil, pero muy bien armados y tengo esos cuatro cañones a que se ven allí. Va usted como parlamentario para que diga a los que están en la iglesia que les doy una hora para que rindan las armas. En caso de no ser así, al amanecer romperé el fuego. Platón se acercó a la iglesia, se dio a conocer y una vez reunido a los defensores les comunicó el ultimátum de Armenta. Comprendiendo los vecinos que nada podría contra tanta gente, que además contaban con cañones, aceptaron la rendición, ya que se les ofrecía respetar sus vidas. Por lo tanto, salieron al atrio, pusieron sus armas en pabellón y se retiraron al curato. Volvió el comisionado a dar cuenta de lo que se había acordado y enseguida la gente de Armenta se arrojó sobre las armas y cananas apoderándose de llas. Hasta el amanecer permanecieron en el curato los fallidos defensores y ¿cuál sería su pasmo al darse cuenta que los tales cañones no eran sino unos inofensivos troncos de palma montados sobre ruedas de carreta? Más la cosa no tenía remedio y por lo menos habían salvado el pellejo. Armenta permaneció tres días en Rioverde, préstamo forzoso, vituallas y caballada, amén de sesenta fusiles nuevecitos, algunos sin estrenar, fue la ganancia del audaz jefe en una acción en que si se hicieron algunos disparos fueron al aire. Una vez que Armenta abandonó el pueblo los damnificados pretendieron que Platón les cubriese el valor de sus armas, ya que por haberlos engañado se habían entregado, sin combatir, a una partida de gañanes desarmados. Platón alegó, con razón, que en la oscuridad de la noche el no pudo darse cuenta que no había tales cañones y que la gente le había parecido mucha, con lo que quedó exonerado de culpa.} Armenta tomó la población con “once” soldados y doscientos pelados armados solamente con machetes. La polvareda fue provocada, como se usaba entonces, por individuos distanciados unos de otros arrastraban ramas a cabeza de silla. Tal fue el desenlace de este verídico sainete conservado por la tradición de familia. Esta obra fue transcrita por José J. Alvarado con permiso de don Eugenio Verástegui, de ahí la tomamos nosotros para compartírsela a ustedes. |
domingo, 11 de junio de 2017
Toma de Rioverde en excepcionales circunstancias.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario